lunes, 12 de julio de 2010

Su primera maestra Por María Luisa Martínez Romero

Con inmenso cariño comparto algunos recuerdos de la vida de Jaimito Martínez Turriago, ese músico, compositor y ser humano excepcional que hace poco partió de este mundo.


Acababa de terminar mis estudios en el colegio de María Auxiliadora de Chía y algunas personas allegadas a la familia me sugirieron la idea de trabajar con un pequeño grupo de niños que se encontraba en edad de iniciar su proceso escolar. Acepté el reto e inicié la adecuación de la que sería mi aula de clases en un espacio pequeño pero acogedor de nuestra casa de campo, la cual estaba ubicada en la vereda Las Laderas del municipio de Fómeque. Jaimito Martínez tendría 6 ó 7 años cuando en compañía de su padre llegó en un caballo castaño hasta el patio de la finca, lo recibí con gran alegría pues no solo se trataba de mi primer alumno sino del niño consentido de la familia.


Allí, en ese lugar de paz y afecto familiar, inició este niño sus primeras letras con un orden y una disciplina especiales. Todos los días sin falta hacía sus tareas y demostraba los talentos con que Dios lo había dotado, no solo para el estudio, sino para relacionarse con los demás y para dar y recibir afecto. Un buen día le dije que sabía que el joven que trabajaba como empleado de su casa tenía un tiple y yo estaba interesada en que me lo vendiera pues deseaba aprender música, Jaimito me escuchó pero no dijo nada y yo, cada vez que me acordaba, volvía a decirle lo mismo y él se limitaba a sonreírme; una mañana en que se repitió la misma historia, con esa sonrisa de siempre pero con cierta expresión de pena me contestó que él se lo había comprado. Era un tiple que parecía un juguete, sentí un poco de pesar pero a la vez pensé que a lo mejor Jaimito podría aprovecharlo mejor que yo; el tiempo me daría la razón. Cada noche lo sentía en su casa, justo al otro lado del camino y frente a la mía, sacando de las cuerdas de su tiple algunas melodías; al día siguiente le preguntaba quién tocaba el tiple, y tímidamente respondía que él. Una tarde me sorprendió verlo tocar con gran maestría, sentado en una pequeña banquita hecha por su padre, llevaba el compás con la cabecita y uno de sus pies.


Los días transcurrían tranquilamente para mí y el selecto grupo de estudiantes. Entre tareas y lecciones cada uno avanzaba en lectura, escritura, aritmética, ciencias naturales, historia patria, geografía y religión; de vez en cuando éramos sorprendidos por algún personaje del municipio que nos visitaba y felicitaba por los progresos; uno de esos visitantes habituales era Monseñor Gutiérrez, nuestro párroco, a quien en una oportunidad le mostré el cuaderno de religión que llevaba Jaimito con mucho orden y pulcritud, colocaba en él todos los pasajes bíblicos que salían en un periódico llamado “El catolicismo” y llenaba las ilustraciones de colorido con una iluminación perfecta y su respectivo mensaje; era de admirar el sentido estético que tenía a su corta edad. A Monseñor le llamó la atención el trabajo desarrollado por este pequeño y sus compañeros; tal vez este hecho fue la puerta de entrada al trabajo que desarrollé más adelante como maestra y colaboradora de la obra de Monseñor Gutiérrez con jóvenes campesinas en la llamada “Escuela taller”, institución cuyo objetivo era promover y preparar a las mujeres del campo para una mejor vida familiar y social, tal vez en ese paso que yo daría más adelante, Jaimito tuvo que ver.


Mientras tanto, mi trabajo y mi vida continuaban en función de ese grupo de niños con quienes descubrí mi vocación docente, de esa inolvidable etapa recuerdo también los finales de año y las respectivas clausuras en mi pequeño colegio; en ellas Jaimito y los demás niños entregaban los trabajos elaborados con mayor esmero a sus padres y demostraban sus habilidades en canto o recitaban alguno de los poemas aprendidos, por su puesto, en estos eventos Jaimito nos sorprendía: en una de esas oportunidades declamó el juramento de Bolívar demostrando otra de sus virtudes, una memoria prodigiosa, esa vez, mi papá (quien para esas fechas especiales dejaba sus responsabilidades y trabajos cotidianos para acompañarnos en la sesión solemne) le llevó a Jaimito, su ahijado y a quien quería entrañablemente, un regalo, se trataba de un trompo tan grande que no le cupo en la maleta, el gozo de Jaimito fue indescriptible y hasta el final de los días del padrino, el ahijado le demostró su afecto; cuando murió mi padre, le di las gracias a Jaimito por la música tan hermosa con que acompañó la misa y me dijo "la tenía preparada especialmente para mi padrino".


Evocar esa maravillosa época y esos días de festejos, entremezclados de vida escolar y familiar, trae a mi memoria los sabores y aromas de los platos preparados por las manos prodigiosas de la comadre Inés, mamá de Jaimito, quien después del acto de finalización de las tareas escolares nos invitaba a disfrutar de un delicioso almuerzo; estos gestos de buen gusto en la comida también estaban presentes en los objetos del hogar: la vajilla de porcelana, los cristales, la vitrola y los muebles, eran algunos de esos refinamientos poco comunes en el contexto rural de la época; en ese ambiente impregnado de amor, transcurrió la infancia y la juventud de mi alumno.


Pasó el tiempo y con él se fueron esos felices 4 años de educación primaria, Jaimito continuó sus estudios y gracias a sus capacidades ingresó al conservatorio de música de la Universidad Nacional. Una noche en que estábamos en la finca sentimos nuevamente la música de antaño, esta vez eran melodías de violín interpretadas por Jaimito que hacia sus primeros pinitos con este instrumento.


El paso por el conservatorio, además de la formación musical, le dio la oportunidad de conocer a grandes maestros y colegas, quienes lo reconocían y admiraban por su creatividad como compositor y por su virtuosismo en la interpretación del piano y el violín; muchas veces pudimos escucharlo, admirarlo y aplaudirlo en distintos escenarios en que se le reconocía su talento, pero él, todo ese reconocimiento lo tomaba con una admirable sencillez, la misma sencillez que mostró desde niño.


No obstante todo lo que hubiera podido conseguir como músico excepcional, su vocación se encaminó por la docencia, trabajó en el Colegio Técnico Salesiano de Cundinamarca, y allí fue muy apreciado como el autor de la obra lírica para coros y orquesta de los sueños de don Bosco; en nuestro pueblo natal, creó y dirigió distintos coros con niños, niñas y jóvenes, organizó una excelente orquesta que en múltiples oportunidades deleitó a los pobladores y a los visitantes quienes se llevaban una grata sorpresa del arte que se cultivaba en ese pequeño pueblo. De esa labor en su comunidad se deriva su mejor obra, la de haber sembrado el gusto por la música en muchos de sus discípulos, quienes continúan cultivando este arte y dejándolo en las nuevas generaciones que no permitirán que muera el sueño de su Maestro.


Después de su retiro del magisterio, Jaimito alternaba su tiempo entre Bogotá, Fómeque y su finca de Anapoima, cuyo clima parecía inmejorable para sus quebrantos de salud, allí entró nuevamente en contacto con la vida tranquila del campo que le permitía conectarse con su música y con el silencio inspirador; varias veces me invitó a conocer esa lugar en que su corazón parecía latir a buen ritmo; por una u otra razón no se concretaba mi viaje, hasta que un día me dijo “Bueno, ¿cuándo va a aceptar la invitación? y sin pensarlo más le respondí: “estoy lista para la próxima ida”, y en los primeros días de febrero de 2007, salimos para la finca en compañía de su esposa Blanca Lilia y dos de sus nietos; pasé una semana inolvidable disfrutando de su compañía.


El día en que íbamos a regresar a Bogotá me invitó a la huerta donde tenía gran variedad de árboles frutales sembrados y cultivados por él mismo y con unos regadíos en los que no dejaba perder ni una gota de agua, me llamó la atención el cuidado y cariño que había puesto en este lugar y la forma en que aprovechaba cada uno de los regalos de la naturaleza. Después de recoger algunos frutos nos detuvimos en una terraza a ordenarlos y a conversar un poco, le admiré la finca y dijo en la forma más desprendida: “ya la disfruté, mi Dios me ha dado muchos regalos, me siento preparado para cuando me llame”, e hizo que pusiera mi dedo en su pulso para contar las pulsaciones de su corazón… Traté de cambiar la conversación y le comenté la situación del país, entonces me dió esta respuesta: “toda persona por mala que sea tiene una parte buena, y esa es la que debemos mirar”, en ese momento recibí una lección de mi antiguo alumno. Luego agregó, "aquí pasé noches y días solo, amo la soledad, es donde mi Dios me da la inspiración…”.


Cual no seria mi sorpresa cuando, después de casi dos meses, lo veo en su ataúd con su última partitura en el pecho, la cual tenía como título “Soledad maravillosa”; en ese instante se agolparon en desorden muchos recuerdos gratos de mi primer alumno.

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